miércoles, 9 de mayo de 2012

Noria.

    Recuerdo que cuando era pequeña siempre lloraba para montarme en la noria. Era mi atracción favorita, porque podía ver las estrellas mucho más cerca de lo normal y me fascinaba su brillo. Recuerdo esa sensación de felicidad infinita, ésa que me hacía pensar que yo era especial y que iba a ser una de las pocas personas que cumple su cometido: Comerme el mundo.
  
    Ahora, sin embargo, no me atrae, no me llama, no me dice: "Raquel, ven, sube y sé feliz". Porque ya no quiero comerme el mundo, simplemente lucho por sobrevivir día a día a él. Las estrellas han perdido su belleza, al igual que esa noria que antes me tenía enamorada, sigue girando, sin parar. Porque yo he perdido las ganas de todo, la ilusión en mi vocabulario ya no existe. Aunque he de reconocer, que cada vez que veo a algún niño de 6 años pidiendo a gritos que quiere montar en la noria, me acuerdo de mi infancia y sonrío, porque sé, o más bien quiero saber si ése crío está pensando en comerse el mundo, si se lo comerá o si será comido, como nos pasa a todos que creemos que podemos.
Quizá por eso mismo nos come, porque pensamos que podemos, que somos los mejores, que estamos preparados para lo que sea y no es así.

Así que, si veo a otro niño pidiendo a sus padres montar en la noria, confiaré con toda mi alma en que él sí puede ser mejor que todos los que buscábamos ser mejores que los otros.
Mientras tanto, la noria sique ahí, girando, como riéndose de los que pensamos que podíamos y no pudimos.


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