martes, 21 de agosto de 2012

Bailemos.

    En el jardín, como cualquier otro día.
 
    Salvo que este era diferente, como solo ellos dos sabían.
    Diferente en no pocas cosas, pero eran tan sútiles e inadvertidas que la gente que caminaba por la calle a esa hora de la tarde no se podría dar cuenta.
    Él se acerca a ella, la coge de la cintura y empiezan a bailar. Movimientos torpes, inexpertos. Con muecas de dolor cuando un pie aplastaba al otro. Sonrisas para excusar la torpeza. ¿Un amor de verano? El calor abrasador, el sol, incluso la gente que pasea con su ropa de playa no hace más que afirmarlo; pero para ellos es más. Mucho más que un simple amor de verano, donde te dejas llevar por los sentimientos y que cuando quieras despertar de esa febril sensación que tiene estar enamorado sea otoño de nuevo. Que el frío sustituya las tardes calurosas y divertidas. La reclusión que trae consigo un día de lluvia.

    Y siguen bailando, sin pararse a pensar. Sin importarles nada. Bailan y bailan. Giran. Pisan. Sonríen. Timidez entre los dos que se va evaporando como el agua después de mucho tiempo expuesta al sol. Y vuelven a girar. Y se chocan entre ellos. Él la sujeta para que no se tropiece y en ese torpe abrazo se besan. Dulce. Suave. Nuevo. Y se separan. Él la abraza, ella le corresponde. No vuelven a bailar. ¿Para qué? Hoy todo estaba dicho ya. Lo que ellos no creían es que fuera así. Era algo nuevo, y nada desagradable. 
    Qué pena que cuando esto se acabe, sea invierno de nuevo.

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